«Nadia le dijo algo a su abuela. En un tono de voz que más bien parecía un susurro, como si de un pensamiento se tratase. Un conjunto de palabras que nunca debieron de traspasar los límites de su cerebro.
Por fortuna sabía que aquellos oídos, que tantas veces escucharon sus lamentos a lo largo de los años, hoy dejaban mucho que desear y por eso no le pareció extraño que aquella ni se inmutase. Sin embargo lo que había salido de sus labios era muy importante, incluso trascendente, para ambas.
Las últimas tres horas habían sido una pesadilla. La cabeza de Nadia daba vueltas sin parar, tenía que tomar una decisión y se le acababa el tiempo.
Desde que le habían hecho llegar los últimos informes y había estado valorando las únicas dos alternativas que aparecían ante ella, sabía que, tanto una como otra, la arrastrarían a un lugar en donde no querría estar. ¡Decídete ya, Nadia! la espoleaba una voz interior que, cada minuto, sentía más y más nítida.»
Nadia eres tú, o es él, o soy yo, o es ella cuando el recurso más fiable a nuestro alcance para elegir lo que nos conviene es lanzar una moneda al aire. Y así una y otra vez, cada día, en cada decisión.
«Nadiya escuchó con total claridad la frase llena de angustia de su nieta, aún así prefirió permanecer inmóvil, haciéndose la sorda como tantas otras veces, utilizando ese útil recurso de incapacidad siempre al alcance de los más viejos. Entendía la preocupación de su nieta y también era consciente de cómo iba a cambiar la existencia de ambas, rápidamente, inexorablemente, tomase, Nadia, la decisión que tomase.
Nadia hurgó en el bolsillo de su pantalón a sabiendas de que encontraría una moneda de 50 kopeks. El tiempo se había acabado. Al mismo tiempo, su abuela se levantó del pequeño butacón como un resorte y se dirigió a la puerta del apartamento. Salió al pasillo y llamó al timbre de su vecina Yaryna.
Yaryna abrió la puerta y, mirando a lo más profundo de los ojos de Nadiya, lo entendió todo. Salió de su apartamento y la acompañó de vuelta al suyo, al encuentro con esa nieta que se aferraba a una sucia moneda con la mirada: 50 kopeks soldados al centro de una palma abierta esperando la orden de lanzamiento para cambiar, ya para siempre, la vida de muchos seres queridos.
Moviendo su vieja y arrugada mano de casi noventa años con una agilidad pasmosa, Yaryna desactivó la aleatoriedad simplemente depositando su dedo corazón sobre la también desgastada moneda; y ambas mujeres empezaron a hablar.»
Permanecer o alejarse, resistir o escapar… decidir no es opcional, incluso no decidir es una opción. ¿Y si alguien ya hubiese estado antes en esa misma situación? ¿Y si hubiese sido consciente? ¿Y si hubiese aprendido de sus errores y de sus aciertos? ¿Y si se hubiese parado a reflexionar y a completar sus lagunas? ¿Y si supiese explicarnos…? ¿Y si estuviésemos dispuestos a escucharle? ¿Y si estuviésemos dispuestos a dejar los prejuicios encerrados bajo llave mientras lo hacemos?
Profesionalmente necesitamos que nos escuchen, incluso para provocar un efecto ‘espejo’ a medida que hablamos sobre algo que nos preocupa, pero casi nunca encontraremos en nuestra propia organización o en nuestro entorno laboral quien sepa hacerlo.
Y, además, cuando hayamos empezado, no nos conformaremos sólo con hablar, querremos que nos aconsejen, buscaremos que nos hagan sentir que no estamos solos, que tenemos capacidad para tomar decisiones acertadas, incluso rogaremos que nos ayuden a tomar esas decisiones: el “más difícil todavía”.
Necesitamos algo, a veces sin saber que ese ‘algo’ que necesitamos es ‘alguien’, una persona honesta con nombre y apellidos, que tiene experiencia, cualificación e interés en transmitirnos lo que sabe de un modo estructurado, comprensible, alguien que tiene ganas de ayudarnos, que sabe cómo ayudarnos.
Necesitamos a Méntor (aunque no seamos hijos de Ulises) y mentar siempre al mentor que no nos mienta.
«Nadia se despidió de su abuela en la escalerilla del tren, todavía tuvo tiempo de un último ¿de verdad estás segura de que no quieres venirte conmigo? antes de que las lágrimas inundasen sus ojos. Cuando el tren empezó a moverse, Nadiya cogió del brazo a Yaryna y, como sendas ancianas que eran, caminaron dignas, con paso lento, tristezas infinitas y convicciones firmes hacia el poco futuro que les esperaba en ese Kiev en el que habían decidido quedarse a morir.»
Escrito por Manuel Dafonte, el 1 de abril de 2022, en La Coruña.
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